Ed Sulliband


viernes, 21 de agosto de 2009

¿Te atreverías?

En tu espalda

Te había visto despertar cuando aún el sol no había salido. Las estrellas todavía brillaban y los espectros aún recorrían la noche, y tú abrías tus ojos con alguna dificultad, como queriendo no hacerlo, dejándolos apenas entreabiertos para que tu retina se acostumbre a la oscuridad. Era la misma hora de siempre, nunca me fallabas.

Te observaba desde mi rincón, no quería hacer ningún ruido para no alarmarte. Te veías bien ahí acostada, tu pecho se movía al compás de tu respirar, deseaba seguir disfrutando de ese paisaje algún tiempo más, pero giraste. Quisiste taparte con las sábanas pero yo sabía que no podrías volver a dormir. Pudiste sentir ese terrible aroma a azufre que siempre inundaba tu habitación a esa hora. Me acerqué apenas unos centímetros a tu lecho y un escalofrío recorrió todo tu cuerpo, casi pude sentir tu piel erizada. Hoy sería el día, mi día.

Renegaste porque aún faltaban algunas horas para el amanecer y no podías volver a dormirte. Te sentaste en la cama, mirando al rincón oscuro en donde yo me escondía, pero no sabías lo que veías. Sentiste un frío recorrer toda tu espina dorsal, lo se, todos sienten lo mismo al mirarme.

Te pusiste de pie, y lentamente diste un paso hasta la puerta, yo te seguí, luego diste otro y luego otro más, yo estaba pegado a tu espalda, casi podía rozarte, pero todavía no era el momento. Tenías miedo, mucho miedo, sabías que algo anormal había en el aire. Sentías terror de abrir la puerta, y eso era entendible. La abriste con un brusco empujón, como queriendo espantar a alguien o a algo que esté acechando detrás de la puerta, y por sobre tu hombro pude ver aquel oscuro pasillo que llevaba a las otras habitaciones de tu casa. Debería ser abrumador recibir esa imagen a esa hora, con el terror carcomiéndote los huesos.

Respirabas agitada, sentías que te faltaba el aire y que un calor calcinante se apoderaba de tu pecho, sentías la sangre agolparse en tus sienes. Por un lado querías caminar más rápido, para alejarte de la oscuridad a la que le estabas dando la espalda; y por otro lado querías avanzar lenta y sigilosamente, para tratar de prevenir cualquier embestida de la oscuridad que tenías por delante. Llegaste a la primera puerta, la de los huéspedes, creíste oír un ruido adentro, temblaste, fue cuando tu pecho pareció arder en llamas. Estabas al borde del llanto, pero sabías que no serviría de nada llorar.

Escuchabas un sonido pero no sabías con seguridad de donde venía. Agudizaste el oído y distinguiste una risa de niño pequeño, tan inocente y perturbador como eso, tan ínfimo y espeluznante. Temías lo peor ¿Qué sería lo peor? La oscuridad te seguía y te daba la bienvenida a cada paso. Yo estaba muy ansioso por la llegada de mi momento.

Casi podía respirar tu terror. El frío fue aumentando y tú te estremeciste al notarlo. Llegaste a la puerta del baño, la risa infantil se escuchaba con más claridad allí. Recordaste que adentro estaba el espejo que tu madre había comprado, nunca te había gustado. Miraste a ambos lados antes de abrir la puerta, temías que al hacerlo alguna silueta oscura aparezca por el recodo del pasillo y se te abalance. Pero eso no sucedió, y yo me froté las manos a tus espaldas, mi momento estaba muy cerca.

Al abrir la puerta, la risa se detuvo instantáneamente. Entraste y yo te seguí, la oscuridad era total, pero tus ojos ya se habían acostumbrado a la del resto de la casa. Recorriste la pared con tu mano, buscando el interruptor de la luz, lo encontraste, pero claro, no encendió. Yo me había encargado de preparar todo el escenario para que tú actúes en mi pequeña obra. Te acercaste a la cortina de la bañera esquivando el espejo, no querías mirarlo por nada del mundo, pero sabías que tendrías que hacerlo en algún momento. Yo esperé. La blanca cortina hacía un ruido muy extraño al correrla, sabías que se te erizaría la piel al hacerlo, pero eso no te detuvo. Tus manos temblaban cada vez más, tu ondulado cabello negro acarició uno de tus hombros y te sobresaltaste pensando que era la caricia de un espectro. Verificaste que en la bañera no había nada. Casi dejo escapar una carcajada de felicidad al sentir tan cercano mi momento.

Te volteaste y un nuevo escalofrío recorrió tu cuerpo al saber que deberías ver aquel espejo. De a poco te fuiste asomando en su reflejo. Yo me preparé. Primero apareció tu ojo izquierdo, aquel que solías guiñar en complicidad con alguien. A esta altura el terror había envenenado cada gota de sangre de tu cuerpo. Todo tu rostro apareció en el espejo y te paralizaste inmediatamente. Detrás tuyo estaba yo, pudiste ver mi inexplicable rostro, y el tuyo palideció como una mortaja. El gesto de horror que se dibujó en tu semblante demostró a la perfección lo que sentías. Toqué tu hombro, tu fuerza te abandonó, quedaste asfixiada por el miedo, caíste al suelo y...

...Despertaste, sobresaltada, agitada y con un sudor frío pegado a toda tu tersa y morena piel. Había sido una horrible pesadilla... pero aún el sol no había salido y yo aún te observaba desde aquel rincón oscuro, tan real como la noche, como tu miedo, como el escalofrío que estabas a punto de sentir; tan real como mi momento, que llegaría tarde o temprano.


domingo, 26 de julio de 2009

El árbol de las almas. Partes V y VI

El árbol de las almas.

V

No había tanta gente en el claro ya que la noche los había reunido en sus casas, sin embargo algunos deleitaban sus ojos con las flores del árbol y otros se fijaban que nadie se atreva a tocarlo. Sin embargo a ella no le importó, esa gente no valía la pena. Allí adorando a esa semilla del demonio, totalmente idiotizados por su belleza y majestuosidad. Se agachó y apoyó la antorcha a su lado, sacó una flor celeste de sus ropas y la miró con cierto recelo. Era exactamente igual a las que crecían en la copa del árbol. Con gesto adusto la arrojó a la llama y esta ardió con más intensidad pero tornándose de un color azul vibrante. Fue en ese momento cuando algunos de los allí presentes se percataron de su presencia y comenzaron a mirarla con cierto desprecio y temor.

¿Qué intentas hacer? ―le preguntó el encargado de la custodia del lugar.

Acabar con todo esto de una buena vez ―respondió sin quitar los ojos del fuego. Su voz sonó lúgubre y áspera, raspando con violencia sus cuerdas vocales en su camino, como si ésta saliera de su garganta por primera vez en muchos años.

Se puso de pie y alzó la antorcha por sobre su cabeza, la copa del árbol crujió y unos tremendos y sobrenaturales escorpiones descendieron por el tronco. Los allí presentes corrieron despavoridos temiendo que los alacranes los ataquen a ellos, pero aquellas criaturas habían despertado sólo por la anciana.

¿Qué estás haciendo, imbécil? ―le espetó el mismo guardia, pero la anciana no respondió y avanzó hacia el árbol.

Todos abandonaron el lugar y aquella escena pareció paralizarse en el tiempo. Allí estaba ella alzando la antorcha, con el viento alborotándole el ya desordenado cabello, parada de frente y mirando fijo a aquel árbol, tan vivo como ella, tan despiadado y tan orgulloso como los seres humanos; y entre medio de ellos un centenar de escorpiones dispuestos a aniquilarla, sin embargo ella también estaba dispuesta a dar pelea.

Una nueva y aún más tremenda ráfaga de viento hizo tambalear al resto del bosque, y sus árboles amenazaron con desprenderse de sus raíces y volar hacia otros rumbos, pero el fuego de la antorcha no cesó, y una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de la anciana. Ambos estaban librando una feroz batalla, ambos sabían que uno de los dos moriría esa noche. La anciana sabía que tenía una ventaja sobre aquel árbol que tanto la había atormentado, y podía ver el terror entre sus ramas. Los alacranes continuaron saliendo hasta que ocuparon todo el claro y solo quedó una pequeña porción de tierra donde ella pudo quedarse en pie.

¿Me recuerdas? ¡Viví casi doscientos años para encontrar la forma de exterminarte! ―gritó la anciana a través de la incesante ventolera―. La única flor que fue arrancada de tus propias ramas me dio la inmortalidad para conseguir lo que esta noche vengo a lograr. ―Sabía que él árbol podía oírla y entender todo lo que ella decía. ―Te llevaste a mi pequeño amigo y a mis padres, y no conforme con esto me otorgaste una tortura de muchas décadas de sufrimiento ―recitó formando un arco con la antorcha para mantener a raya a los escorpiones que sabían su destino si tocaban ese fuego azulado. El árbol pareció responderle con un fuerte crujido de sus inmensas ramas, algunas de sus raíces crecieron y salieron sobre la tierra como tentáculos de algún monstruo subterráneo. ―Ahora la flor no existe, pero sus restos forman parte de esta flama que acabará con tu existencia.

»Puedo sentir tu miedo ―continuó luego de tomar aire y fruncir su entrecejo―, se que sabes a lo que te enfrentas. ―Dio un paso hacia adelante y los escorpiones retrocedieron temerosos del azulado fuego de su antorcha. ―¡Bastarda semilla del demonio! ―bramó mientras avanzaba un nuevo paso. Uno de los alacranes se abalanzó sobre ella pero el simple calor de la antorcha lo hizo desvanecerse.

El tiempo pareció avanzar muy lentamente al compás de sus pasos, el viento despiadado siguió soplando con más violencia. Los crujidos de la madera se arremolinaban en su cuerpo, y a medida que avanzaba blandiendo la antorcha en llamas, los escorpiones se desvanecían al contacto del calor. La anciana siguió avanzando, y cuando estaba a unos pocos pasos del tronco, el viento amainó por completo y los alacranes dejaron de estremecerse, simplemente se apresuraron y se escondieron nuevamente en la copa del árbol.

Te das por vencido, ¿no es cierto? ―la calma se apoderó de todo, ni siquiera soplaba una gota de viento y ningún ruido se escuchó en la noche. ―Creo que entonces comprendes lo que debo hacer.

Aguardó unos segundos, como si aquel silencio fuese la respuesta del bosque, como si fuesen las últimas palabras de aquel árbol. Luego acercó la llama de la antorcha al pie del tronco y comenzó a arder con aquel fuego azul, las grandes flores amarillas también ardieron, y la corteza de aquel ser comenzó a formar parte del olvido. La anciana retrocedió sin dejar de mirar hacia adelante. Cuando las flamas alcanzaron la copa se pudieron oír cientos de gritos desgarradores, y acto seguido un centenar de figuras fantasmagóricas volaron hacia el cielo como esclavos liberados después de años de cautiverio y tortura. Entre aquellas almas, Ériga pudo reconocer a sus padres y a su amigo Gid, que le sonrieron y se alejaron hacia el nocturno firmamento.


VI

Varios días tardó en consumirse aquel fuego mágico, y cuando sucedió, Ériga se acercó nuevamente y se recostó sobre las cenizas, allí sonrió y cerró sus ojos. Su inmortalidad había nacido con la flor que Gid le había regalado, pero se había ido cuando ésta ardió en la antorcha. Ahora también se iba su vida, sobre ese manto de cenizas que tan sólo unos días atrás era un majestuoso e imponente árbol.

La anciana murió y nadie la lloró. Y en ese atardecer, un fuerte vendaval atravesó el bosque y voló las cenizas hacia otros páramos, donde se posaron y se convirtieron en semillas de nuevos árboles que crecerían fuertes, hermosos y monumentales, destinados a absorber las almas humanas que los toquen, proveedores de flores dadoras de inmortalidad, alojamiento de terribles y despiadados escorpiones que vigilarían que esté siempre en flor. Serían decenas de aquellos árboles diseminados por el mundo, y que lo único que querrían sería defenderse de las orgullosas garras de los hombres.


FIN


Dedicado a la niña Romina, tres días menor que yo...

jueves, 23 de julio de 2009

El árbol de las almas. IV.

El árbol de las almas.

IV

En los días siguientes a la expedición de los difuntos hombres, cuando las esperanzas de su regreso ya habían perecido, se decidió poner un puesto de vigilancia en el claro del bosque para que nadie más se acerque a aquel árbol. Los primeros responsables de la guardia tuvieron que ser obligados a cumplirla, ya que existía tanto miedo de acercarse a aquel lugar que nadie quería cumplir esa función.

El paso de los años fue consumiendo la cordura de August, los hechos que había presenciado fueron suficientes como para enloquecerlo, y un día abandonó el pueblo y nunca más se lo vio por allí. Para aquel entonces, Ériga ya era una joven hermosa y que podía valerse por sí misma, sin embargo seguía sin hablar con el resto de la gente. Siempre llevaba un aspecto desalineado y el cabello alborotado. Pero los años, al igual que los demás habitantes del pueblo, también se olvidaron de ella, y nunca más se la vio por allí.

Así pasaron los años, y con el tiempo, como la gente vio que el árbol no hacía daño a los que simplemente custodiaban el lugar, los siguientes guardias fueron voluntarios. Sin embargo, las historias terroríficas del árbol seguían pasando de boca en boca y los hechos funestos de aquellos años pasados fueron conocidos por todos en el pueblo y en las ciudades vecinas.

Los años se convirtieron en décadas, y el árbol pasó a convertirse en un símbolo de aquel pueblo lindante con el bosque. Hasta tal punto que los testamentos de los muertos pedían que sus restos fueran dejados al pie del árbol para que sean absorbidos por éste. Y así resultaba, su magia nunca moría y, cuando no eran los fallecidos quienes pasaban a formar parte de su corteza, eran los imbéciles que sin prestar atención a las advertencias se acercaban demasiado y eran consumidos por su madera; o los rebeldes y autoproclamados aventureros, no menos incautos que los anteriores, también terminaban con el mismo destino. Muchos rumores se habían corrido de que al tocar el árbol la alegría que se sentía era incomparable con cualquier otro momento de la existencia de un ser vivo, y eso los acercaba a aquel lugar.

Así pasaron las generaciones, y la historia del árbol siguió formando parte del folclore de aquel pueblo. Ya pocos le temían, y hasta se levantaban algunos campamentos en aquel claro, por no mencionar las pocas cabañas que se habían construido para que vivieran los guardias y sus familias. Aunque también estaban los precavidos que decían que no era nada bueno confiarse de esa manera, ese árbol era obra de algún demonio y nunca había sido, ni jamás sería nada bueno.

Lo cierto es que la gente seguía acercándose al árbol, y cuando alguno lo tocaba sin querer o queriendo, éste lo absorbía sin dar oportunidad a ninguna pelea. Los escorpiones no volvieron a aparecer, porque nunca nadie más se atrevió a mostrar amenaza alguna hacia el árbol. Desde su descubrimiento, la vida en aquel pequeño pueblo cambió por completo, la gente de todos los rincones del mundo se acercaban para ver su magnanimidad, la belleza de sus flores y, por qué no, para comprobar lo que decían las leyendas. De esa forma las flores en su copa seguían creciendo, del más hermoso de los celestes y rosas, y sus ramas seguían extendiéndose, seguían elevándose, sin importar la estación del año, no existía otoño que pudiese con su crecimiento, ninguna hoja caía de sus ramas y siempre conservaban su esmerilado color. Ni el más fuerte de los vientos lo hacía doblegar. No, nada de eso sería lo que acabe con aquella maldición.

Así fue durante casi dos centurias, hasta que un atardecer, cuando el sol del primer día de la primavera se ocultaba en el firmamento y las flores de los campos comenzaban a nacer, una anciana un tanto extraña y solitaria llegó al pueblo. En su mano llevaba una pequeña antorcha con la que alumbró los rincones del bosque en el que se internó totalmente decidida. Mantuvo los ojos bien abiertos, con el brillo del fuego reflejándose en sus pupilas. Caminó a paso firme, sin prestar atención a las miradas recelosas de quienes la veían pasar, estaba decidida a acabar con la maldición que había causado tanto daño.

Continuará...

viernes, 17 de julio de 2009

El árbol de las almas. III

El árbol de las almas.

Parte III

Nadie en el pueblo osó cuestionar las palabras de August. Aunque no hubiesen sido necesarios, los detalles que narró bastaron para dejar perplejos a todos, y no eran necesarios porque el sufrimiento que él afrontaba después de haber perdido un hijo y haber visto como dos personas mayores eran exterminadas por aquel árbol era más que suficiente. Por otro lado, la niña no volvió a hablar, el terror que sintió aquel día la enmudeció para siempre. August se hizo cargo de ella, y la cuidó como si se tratase de su propia hija.

Desde aquel día se prohibió la entrada al bosque a cualquier persona. A su alrededor crecían las historias terroríficas del árbol, de su desconocido origen y de sus escorpiones que lo protegían frente al peligro. Por muchos meses se pudo mantener a la gente aislada con las advertencias, pero de a poco el malestar de la gente fue en aumento, el orgullo del humano era estúpidamente enorme. Unos hombres del pueblo con pocas neuronas creyeron que encendiendo antorchas e internándose en el bosque se convertirían en héroes por incinerar el árbol. Ninguno escuchó las advertencias de August ni prestó atención al llanto de la solitaria Ériga. Se internaron cuando el sol caía y las antorchas ardían.

Llegaron al claro del bosque cuando la oscuridad era total y la única luz era la de las antorchas. Eran unos diez hombres, sólo armados con sus antorchas y algunas espadas viejas y oxidadas. El árbol se alzaba con todo su esplendor, como un rey en su trono, con su paisaje de colores en la noche, con sus fuertes ramas, con las gigantes flores amarillas a sus pies, con las almas absorbidas en su interior. Los testarudos hombres se separaron y lo rodearon, y a la orden de quien era el líder de la expedición comenzaron a avanzar hacia el árbol. Sin embargo no lograron dar más de tres pasos cuando un crujido se escuchó desde su copa y uno tras otro fueron apareciendo aquellos enormes escorpiones de los que August los había advertido. Los hombres, antes valerosos y pedantes, ahora temblaban como una fina hoja contra un viento feroz. Los artrópodos no esperaron ni preguntaron, parecían conocer la intención de aquel grupo y se lanzaron sobre ellos. Los desdichados apenas pudieron defenderse, ya que por cada pequeño monstruo que eliminaban, aparecían tres más desde las ramas. Ninguno de los hombres sobrevivió, el árbol los absorbió a todos y unas cuantas flores nacieron en su copa a cambio de ellos.


Continuará...